Comentario
A las seis de la mañana del 7 de diciembre de 1941 la cubierta del más poderoso portaaviones japonés, el Akagi, vibraba bajo el rugido de los motores de aviación. El vicealmirante Nagumo, que enarbolaba en el Akagi su pabellón de jefe de la escuadra japonesa, podía seguir desde su puesto de mando la actividad sobre cubierta, mientras que una claridad lechosa anunciaba la proximidad del día. La gran hora de Japón había llegado. El triunfo o la derrota estaba en sus manos, o mejor, en la de los pilotos que ya se instalaban en las carlingas de los aviones, en cuyas panzas reposaban las bombas y torpedos destinados a terminar con la prepotencia humillante de los Estados Unidos.
Comenzaron a despegar los zero. Aquellos cazas no atacarían los aeropuertos y bases aeronavales de Hawai, sino que limitarían su acción a proteger la escuadra japonesa. Nagumo no podía abandonar la preocupación que le producían tres portaaviones norteamericanos - Lexington, Enterprise y Saratoga- fuera de la base de Pearl Harbor.
Preocupación y decepción: no serian ya el blanco preferido de sus torpedos ni de sus bombarderos en picado y, más grave aún -al menos de forma inmediata-, podían ser una grave amenaza para su escuadra.
De cualquier forma, Nagumo trató de rechazar presagios pesimistas. Ya los aviones torpederos salían de la cubierta, perdiéndose en un mar que se funde con el horizonte, todo envuelto aún en niebla y oscuridad. El objetivo era importante, vital: cerca de un centenar de unidades navales se hallaban en la isla, siete acorazados -las presas codiciadas- estaban entre ellas -y, además, unos 250 aviones, cómodamente posados en cuatro aeropuertos. Nadie, nunca, tuvo bajo sus alas semejante botín.
Sin embargo, quedaba por resolver la gran incógnita; ¿lograría la sorpresa? Si los norteamericanos le estaban esperando, su ida se iba a complicar mucho, pero eso le importaba poco..., la vida del Japón se complicaría mucho... si los norteamericanos le estaban esperando sus aviones no tendrían demasiadas posibilidades de poner K.O. a la flota de Kimmel y la reacción de ésta podría mandar toda su escuadra al fondo del Pacífico. Negros presagios de nuevo. Los servicios del espionaje japonés no habían detectado alarma alguna en la gran base. Todo estaba tranquilo, dormido en aquella madrugada de domingo. La primera oleada de sus aviones, 183 aparatos, ya estaba en el aire.
El silencio volvió a reinar en el mar. La flota de Nagumo siguió aproximándose a la isla de Oahu, capital de las Hawai, mientras en los hangares y sobre las cubiertas se disponía una segunda oleada de aviones. Nagumo consultaba su reloj. Ninguna noticia de los aviones. El plan funcionaba como en los ejercicios de entrenamiento, que tantos meses de esfuerzo habían costado a la flota y a los pilotos. Todo iba bien. La segunda oleada debía saltar al aire. Nagumo dio la orden a las 7:15 de la mañana y de los seis portaaviones despegó la segunda flecha mortal de Tokio: 170 aparatos.
Apenas había partido el último de los bombardero cuando, a las 7:53, la estación de radio del Akagi recibió el primer mensaje. El capitán de fragata Fuchida, jefe de una de las alas del ataque, gritaba jubiloso: "¡Sorpresa lograda!". A las 7:58, los escuchas japoneses captaban la alarma en inglés: "¡Ataque aéreo sobre Pearl Harbor. Esto no es un ejercicio!". Era la voz del contraalmirante Patrick Bellinger.
Sobre el aeropuerto de Wheeler, en el interior de la isla, picaban los cazas y los bombardero en vertical, despedazando los aparatos situados sobre las pistas. Saltaban por los aires los hangares y las densas columnas de humo se elevaban hacía el cielo procedentes de los depósitos de carburantes. Minutos después aviones torpederos y bombarderos de vuelo horizontal irrumpían en la bahía de Pearl Harbor. El capitán de corbeta Itaya, que dirigía la primera oleada, llegó al cielo de la base hacia las 7:50.
Pearl Harbor aun dormía -cuenta Itaya- en la bruma matinal. Todo estaba en calma y tranquilo en el puerto. No se veía ni una estela de humo sobre los barcos fondeados en Oahu. Las líneas bien ordenadas de los cuarteles, la blanca red de carreteras para los coches que subían hasta la cima de las montañas ofrecían magníficos objetivos en todas las direcciones. Además en el interior del puerto se alineaban impecablemente, de dos en dos, grandes barcos de la flota del Pacífico.
Allí abajo, en la ciudad que despertaba el día de fiesta, sólo los madrugadores y los centinelas advirtieron la llegada de los aviones: 94 buques de los 127 que componían la flota del Pacífico, a las ordenes del contraalmirante Kimmel, se encontraban en el puerto. El ulular de sus sirenas de alarma comenzó a ser apagado por el estallido de las bombas japonesas. Hombres que acudían medio desnudos a las piezas antiaéreas vieron cómo el acorazado Arizona se estremecía violentamente bajo el impacto de una bomba de 800 kilos y cómo, segundos después, se partía en dos al penetrar otra por una chimenea y estallar en la sala de máquinas.
Nunca antes similar concentración artillería disparó contra escuadrillas atacantes, pero la eficacia era mínima. El humo de las explosiones, de los incendios, de los barcos agonizantes lo cubría todo. Los aparatos japoneses se lanzaban contra sus presas entre las nubes que ya cubrían el puerto y los artilleros les veían aparecer sólo segundos antes de que la carga mortal desgarrase el acero de la escuadra americana.
El acorazado Oklahoma encajó tres torpedos consecutivos y se hundió en segundos con 415 hombres atrapados dentro de sus paredes de acero. Aun en los días de aquella triste Navidad sobrevivía alguno de ellos dentro del inmenso ataúd, sin que los equipos de rescate pudieran penetrar en el tremendo blindaje del coloso sumergido, que no soportó el impacto de los torpedos japoneses.
Poco antes de las nueve de la mañana desapareció del cielo hawaiano el último de los aviones de la primera oleada. Pero la tregua fue sólo de minutos. Hacia las nueve de la mañana el martillo pilón de Tokio volvió a golpear sobre el metal americano y sólo pasadas las diez de la mañana cesó el ataque. Un inmenso y pavoroso silencio, sólo interrumpido por el aullido de ambulancias, de coches de bomberos y de pequeñas explosiones en depósitos de municiones o combustible cayó sobre Pearl Harbor, ensordecida por tres horas de bombarderos de incesante cañoneo de las defensas antiaéreos.
En el Akagi, el almirante Nagumo valoraba su situación. De los 183 aparatos de la primera oleada sólo nueve faltaban sobre la cubierta de los portaaviones. El segundo ataque tuvo menos fortuna: sólo regresaron 150 aparatos. La flota japonesa había cumplido su misión y viró hacia el noroeste. Aparte de los 29 aviones perdidos, Nagumo debía contabilizar la muerte o captura de 55 pilotos y tripulantes, la de diez submarinistas y la destrucción de sus cinco submarinos enanos, que se mostraron completamente ineficaces.
La contabilidad norteamericana resultó mucho más dolorosa y lenta: 2.403 muertos y 1.778 heridos era su tragedia humana. En lo material había que contabilizar la destrucción de los acorazados Arizona y Oklahoma; las grandes averías y destrozos sufridos por el West Virginia, California y Nevada (que pudieron ser reparados y participarían más tarde en la guerra); se fueron a pique tres destructores y cuatro buques más pequeños; sufrieron daños graves tres cruceros y tres destructores más. En total, 300.000 toneladas de buques de guerra fueron destruidos o inutilizados temporalmente. Las pérdidas aéreas se cifraron en 183 aviones destruidos y 63 parcialmente dañados, casi el total de los que se hallaban en la isla.
Un análisis posterior acorta, sin embargo, el éxito japonés. Cuando Nagumo comenzó a alejarse de las Hawai perdió la oportunidad de su vida.
En Pearl Harbor quedaron más de 70 buques indemnes, entre ellos tres acorazados, con escasos daños, y una docena de cruceros, inmensos talleres y diques secos cuya destrucción hubiera supuesto para USA mayor pérdida que la de sus dos acorazados abatidos ese día y, sobre todo, inmensos depósitos de combustible que hubieran paralizado a la flota norteamericana durante meses.
¿Por qué no lanzo Nagumo la tercera oleada?, ¿Quizá temeroso de enfrentarse a tres portaaviones norteamericanos con unas tripulaciones diezmadas y agotadas ?, ¿Quizá alarmado por las bajas sufridas en el segundo ataque?¿Sobrevaloró el daño causado a la flota norteamericana? Preguntas sin respuesta que, en todo caso, no tendrían objeto en los primeros meses de la guerra del Pacífico, cuando la bandera del Sol Naciente avasallaba cuanto encontraba a su paso.
Con respecto a los barcos más dañados, el West Virginia, alcanzado por varios torpedos, se hundió sin volcar; sería reflotado y participaría en la campaña de las Filipinas, 1944. El Tennessee sufrió pocos daños y pudo combatir a finales de 1943. El Maryland, el acorazado que sufrió menos daños, participó en la campaña de Filipinas. El California alcanzado por varios torpedos, se hundió hasta las superestructuras, pero, reflotado, participó en la campaña de Filipinas. El Nevada fue alcanzado por un torpedo y varias bombas; tras ser reparado combatió en la guerra, por ejemplo, en la invasión de Normandia y, después en el ataque de la isla de Iwo Jima. El Pennsylvania, que se hallaba en el dique seco, sufrió escasos daños y se incorporó a la guerra, participando en la batalla de Filipinas.
Doce de los 20 aviones japoneses perdidos, en el segundo ataque, fueron derribados por siete cazas norteamericanos que lograron despegar tras el primer ataque japonés.
Tras Pearl Habor, la flota norteamericana del Pacífico aún podía contar con tres portaaviones, cuatro acorazados, 20 cruceros, 65 destructores y 56 submarinos. Básicamente esa flota tendría su revancha en la batalla de Midway, seis meses después.